IMPOSTURAS

John Banville

 


Fragmento del 1er capítulo

 

¿Quién habla? Es la voz de ella, en mi cabeza. Me temo que no parará hasta que yo no pare. Me habla mientras avanzo a sacudidas por estas calles empedradas, me cuenta cosas que no quiero oír. A veces le contesto, protesto en voz alta, le exijo que me deje en paz. Ayer, en la panadería que frecuento, en la Via San Tommaso, creo que grité algo, su nombre quizás, pues de pronto todas las personas que abarrotaban el lugar me estaban mirando, tal como miran aquí, no con alarma ni desaprobación, sino con simple curiosidad. Ahora todos me conocen, el panadero, el carnicero y el tipo de la verdulería, y también sus clientes, en su mayoría amas de casa teñidas con henna, rollizas como palomos, con su perfume, sus feas joyas y sus ojos grandes, oscuros y desilusionados. Observo sus piernas extraordinariamente delgadas; envejecen de arriba abajo, pues estas piernas, un tanto arqueadas de manera insinuante, son las que debieron de tener a los veinte años, e incluso antes. Está claro que les intereso. Quizás lo que les llama la atención es que mi aspecto les recuerda la commedia dell’arte: mi mirada tuerta e iracunda, y esa cojera cómica, el bastón y el sombrero ocupando el lugar del garrote y la máscara de Arlequín. No parece importarles que esté loco. Pero tampoco estoy loco de verdad, es solo que soy muy, muy viejo. Tengo la impresión de que mi vida ha durado milenios. Cuando vuelvo la vista atrás veo lo que parece una tiniebla primigenia, salpicada de puntos de una luz áspera y fría, inmensamente lejanos, uno de otro y de mí. Pronto, dentro de pocos meses, entraremos en la década final del milenio; no viviré para ver el próximo, lo que me causa cierto pesar, pues los dos anteriores han generado tanto esplendor, tantas alegrías.

Sí, he regresado a esta ciudad de arcadas, de manera imprudente, quizás. He alquilado una casa en una de las callejas que hay junto al Duomo, no diré cuál por razones que no me resultan del todo claras, aunque confieso que de forma intermitente me preocupa la posibilidad de que me visite la policía. Mi guarida no es gran cosa, un par de habitaciones de techos bajos, frías y húmedas; las ventanas son tan estrechas y sucias que he de tener la lámpara de mesa encendida todo el día para no tropezar en medio de la penumbra. Espero que no me encuentren muerto aquí, la puerta derribada, mi casera chillando y yo en total desaliño. Mi casera —quella strega!— es una viuda que decididamente tiene una vena histriónica. Me cuenta que esto era antes el barrio chino de la ciudad, y me lanza una mirada sobre cuyo significado no quiero especular, abriendo mucho los ojos y echando la cabeza muy atrás, lo que me permite gozar de la desagradable visión de las cavernas de sus fosas nasales. Siempre sospeché que acabaría así, como un marginado, recorriendo las calles secundarias de alguna ciudad anónima, hablando solo y observado por los transeúntes. Y sin embargo, elegí volver aquí, aunque no por el cariño que le tengo al lugar, desde luego. A lo que más se parece Turín es a un enorme e imponente cementerio, con todo ese mármol, esos monumentos, esas estatuas haciendo poses; no es de extrañar que el pobre N. se volviera loco aquí, creyéndose rey y padre de reyes y deteniéndose en la calle para abrazar al jamelgo de un cochero. También perdieron su equipaje, igual que una vez perdieron el mío, lo enviaron a Sampierdarena cuando debía ir en dirección contraria; a partir de entonces no he sido capaz de oír ese melodioso nombre sin un gruñido de rabia.

Basta ya de divagar. Voy a explicarme, ante mí, y ante ti, querida, pues si puedes hablarme, seguramente también podrás oírme. Con calma, serenidad, evitando mi habitual ampulosidad de tono y gestos, hablaré solo de lo que sé, de lo que puedo dar fe. Enseguida el pólipo de la duda levanta su roma y fea cabeza: ¿qué sé?, ¿de qué puedo dar fe? No existe el «espíritu», ni la razón, ni el pensamiento, ni la conciencia, ni el alma, ni la voluntad, ni la verdad, todo son ficciones… Eso declara el filósofo demente, esgrimiendo su poderoso martillo. Sin embargo, sigue obsesionándome la idea de que me han concedido una última oportunidad para salvar algo de mí. No hablo del alma, todavía no chocheo tanto. Pero quizás haya algo pequeño y preciado que pueda recuperar, igual que una vez recuperé la cajita de plata para las pastillas de mamá Vander de la casa de empeños. Me pregunto ahora si no habrá sido ese tu propósito; no, como yo pensaba al principio, dejarme en evidencia y hacerte un nombre, sino más bien ofrecerme la posibilidad de redimirme. Si es así, ya has conseguido algo: redención no es una palabra que hasta ahora haya figurado en un lugar destacado de mi vocabulario. Pero tampoco tus motivos me resultaron nunca claros, no más, sospecho, de lo que lo eran para ti. A lo mejor llegaste a traicionarme, y algún día, surgida de la imprenta de un recóndito rincón del mundo académico, aparecerá una publicación con un ensayo póstumo, escrito por ti sobre mí, y caeré en el oprobio, todos se reirán de mí, me sacarán entre abucheos de la sala de conferencias. Bueno, tanto da.

El nombre, mi nombre, es Axel Vander, en eso insisto. Cuando menos, en eso. Me entregaron su carta hace una eternidad, en una agradable ciudad de Arcadia, y el portador fue un Hermes con casco y gafas montado en una moto. El mensaje de la misiva era lo que había esperado y temido toda mi vida, lo que considero mi vida, mi vida real. Ahora que por fin había llegado, lo primero que experimentaba era bochorno. Era como si me acabaran de informar de que un hermano muerto mucho tiempo atrás, al que apenas recordaba y nunca amé, no estaba muerto, sino vulgar y vigorosamente vivo, se alojaba en un barrio residencial muy cerca de mi casa y estaba a punto de hacerme una visita imposible. ¿Qué podía decirle, después de tanto tiempo, a esa versión olvidada de mí? Bebí whisky todo el día, eufórico de pánico y terror, y me desperté en plena noche para encontrarme hundido en la vieja silla giratoria de mi estudio, con una colilla consumida aún entre los dedos. En la tenue oscuridad de California, del exterior me llegaban unos olores que me resultaban exóticos incluso después de tantos años: eucalipto, el polvo todavía caliente tras todo un día de sol, un penetrante olor a carbón que desciende de las rubias colinas, donde, en medio de la hierba, unos tenaces fuegos han ardido sin llama durante meses. Dejé caer la carta al suelo y solté la estúpida carcajada del ebrio. Un coche pasó con un crepitar por la calle Cedar, muy lento, como si el conductor estuviera mirando los números de las casas, y me vino a la mente una máscara y unos ojos apretados detrás escrutando las puertas y las ventanas cegadas. En medio de la oscuridad levanté una mano, amartillé el pulgar y apunté con el índice hacia la puerta. Volví a reír, ahora de manera más flemática, y giré la mano y me metí el dedo que apuntaba dentro de la boca y dejé que el pulgar cayera como un percutor. Me habría metido una bala si…, ¿si qué?

Bah.

Intenté levantarme pero no pude, y caí hacia atrás con estrépito; la silla gimió de sufrimiento, mi pierna renga rodó como un leño. Odio esta pierna, compañera ineluctable de mis años de decadencia, la odio aún más que a ese ojo ciego que me mira mal, sin moverse, desde el espejo, por la mañana, nublado e incoloro, como el ojo, imagino, de un albatros muerto. Eso es lo que soy, un peso muerto que llevo colgado del cuello. Pero la cosa no durará mucho. Últimamente he comenzado a sentir que voy de capa caída, que mi vieja carne sebosa se está derritiendo y pronto solo quedará mi esqueleto. No me importará; me alegraré; entonces me levantaré, despojado ya de lo superfluo, solo hueso reluciente y tendones tersos como cera, nuevo, desconocido, por fin mi auténtico yo. Hay un momento que surge durante la ebriedad, o al final de la ebriedad, cuando, al igual que, dicen, les ocurre a veces a los que sufren un ataque al corazón, parece que me separe del cuerpo y me ponga a flotar, y me quede suspendido en lo alto, contemplando el espectáculo de mí mismo con desinteresada atención. Me acababa de pasar. Me había visto despatarrado ahí abajo, y luego me había vuelto a mover con una violenta sacudida, igual que un caballo caído al intentar ponerse en pie, agitándome en vano, farfullando. Extendí el brazo hacia la botella que había sobre el escritorio y bebí ávidamente a morro, haciendo mucho ruido. Tenía la boca en carne viva de haberme pasado el día bebiendo. Cuando dejé caer el brazo junto a la silla, la botella se deslizó de entre mis dedos y rodó vacilante hacia delante y hacia atrás, sobre el suelo de madera lustrosa, derramando su contenido en sorbos generosos y glóticos. Que se vierta. De verdad, me desagrada el sabor a humo y cenizas del bourbon, pero desde muy temprano lo escogí como mi bebida, como parte de mi estrategia para ser diferente, otra manera de estar en guardia, como un actor que se pone un guijarro en el zapato para acordarse de que está interpretando a un cojo. Eso fue cuando me encontraba en pleno proceso de transformación. Qué difícil era juzgar así sin más, inventar sutiles discriminaciones, mantener un equilibrio: nadie sabe lo difícil que era. De haberse tratado de una obra de arte, todos me habrían considerado un maestro. Puede que ese fuera mi error, hacerlo en secreto en lugar de abiertamente, adornándome. Se habrían divertido; me habrían perdonado; a Arlequín siempre le perdonan, siempre sobrevive.

Oí crujir un papel debajo de una de las ruedecitas de la silla, como una carcajada admonitoria. Era la carta. Ved: me inclino, emito un gruñido, la recojo, la coloco sobre el brazo de la silla, la aliso con el puño y la leo de nuevo bajo ese cono de luz en el que flota un polvo dorado, y que me baña con su inmerecida benevolencia, mi vieja cabeza gacha y delirante, mis hombros caídos, mi garra surcada de gruesas venas. Las líneas mecanografiadas parpadean al ritmo del pulso que late en mi sien, y mi ojo bueno llora porque ha de esforzarse para mantener las palabras inmóviles y alineadas. Ella estaba en Amberes…, ¡en Amberes, Dios santo! Su tono estudiado y erudito me divirtió. Minucioso, esforzándome en concentrarme, especulé acerca de cuánto debía saber esa mujer. Pensaba que me había desembarazado del pellejo de mi pasado más remoto, y sin embargo ahí estaba la prueba de que no había manera de librarse del todo de él, sino que se arrastraba detrás de mí, unido por un par de hilos de cieno seco.

Entonces, con ebria claridad, vi lo que haría. Es curioso cómo este mundo azaroso te hace sus sesgadas insinuaciones. Rebusqué entre los papeles que había en el escritorio y encontré la tarjeta en relieve que llevaba allí una semana y exhibía con un rictus de desprecio sus pomposos halagos en letra florida. Chiarissimo Professore! Il Direttore del Convegno considera un altissimo onore e un immenso piacere invitarla ufficialmente a Torino… Intenté negarme, claro, con una lacónica y desdeñosa nota, pero ahora me daba cuenta de que debía ir, y hacer que ella también acudiera. ¿Qué mejor lugar para enfrentarme a mi ruina, si era eso lo que había de ocurrir?

Al leer la carta por primera vez, mi primer pensamiento fue desaparecer, sencillamente ponerme en pie y echar a andar hasta salir de mi vida, como ya hice en una ocasión con extraordinario y ofensivo éxito. Esta vez sería más difícil; en aquella época no era nadie, y ahora hay gente —un grupo selecto, pero un grupo— en los muchos continentes que existen que conocen el nombre de Axel Vander; de todos modos, puede hacerse. Tenía trazadas mis rutas de escape, mis cuentas bancarias secretas preparadas, mis santuarios sellados y a la espera…; estoy exagerando, por supuesto. Pero durante uno o dos minutos albergué la idea de huir, y ella me albergó a mí. Me hizo sentir osado, peligroso; me hizo sentir joven. Me pregunté si la persona que había blandido esa pluma ponzoñosa, quienquiera que fuese, conocía el efecto que la carta tendría en mí: ¿cabía la posibilidad de que ella me concediera tiempo para ahuecar el ala? Pero ¿adónde iba a ir? Por muchos planes que pudiera trazar, no había ningún lugar al que pudiera ir más allá de esta orilla pardusca, el último confín de lo que para mí era el mundo conocido. No, no lo haría, no le daría la satisfacción de oír las pisadas y los traspiés de mi pie de barro al huir. Mejor enfrentarme a ella, reírme de las acusaciones…, ¡ja! Le mentiría, por supuesto; la mendacidad es mi segunda, no, mi primera naturaleza. Toda la vida he mentido. Mentí para escapar, mentí para ser amado, mentí por conseguir una posición y poder; mentí para mentir. Era una manera de vivir; por algo riman vivir y mentir. Y ahora mis primeros ejercicios en ese arte, mis falsedades de aprendiz, se vuelven contra mí para destruirme.

Me desperté a las cinco en una espectral luz de lluvia, todavía ebrio. Durante un instante tuve la esperanza de que Magda emitiera su familiar gemido de queja y se diera la vuelta en la cama con una agitación oceánica. Extendí el brazo hasta donde ella ya no estaba; la sábana poseía ese helor peculiar, levemente pegajoso, que sin duda era producto de mi imaginación, y aun con todo seguía convencido de que lo sentía. Permanecí echado con los ojos cerrados y encendí mi cigarrillo despertador, a continuación me levanté y anduve descalzo por la sala, mi pierna renga aporreando las tablas de arce. No tengo un talante apocalíptico, pues he visto muchos mundos que parecían acabar y terminaban sobreviviendo, pero aquella mañana tuve la certeza de haber cruzado, de haberme visto obligado a cruzar, una frontera invisible, y de hallarme en un estado de que ya sería por siempre postalgo. La carta, desde luego, era el punto sin retorno. Ahora estaba más que nunca escindido en dos, yo que siempre he sido yo y otro. Por un lado estaba el yo que había sido antes de la llegada de la carta, y ahora había ese nuevo yo, dos letras inclinadas hacia todas las cosas conocidas que de pronto se habían vuelto extrañas. La casa tenía un aspecto tenso y vigilante, como si le molestara mi intrusión en sus furtivos manejos a esa hora insólitamente temprana. Rondan fantasmas de sombra, intentan pasar inadvertidos. La lluvia forma regueros en una ventana, y delante, en la habitación, un trozo de pared se ondula como seda oscura. Me quedé muy quieto y escruté la oscuridad, buscando algo que enfocar; había veces en que Magda estaba allí, una presencia palpable, pero ahora no, y las sombras eran solo sombras. Desde el jardín oí la lluvia golpeando las hojas, abriendo un surco en la tierra, y me la imaginé cayendo recta y brillante como cables a través del alba sin viento.

La cafetera estaba aún en pleno parto diarreico cuando la lluvia cesó de pronto. Nunca me acostumbré al clima de aquella costa, siempre demasiado ordenado, demasiado preconcebido; la primavera, con sus discretos chaparrones matinales seguidos por días de sol incesante, carecía del carácter impredecible, de la exaltada febrilidad de las primaveras de mi juventud. Los arcadios, a su manera relajada e irónica, se quejan del clima, pero para mí esas condiciones casi ni podían llamarse clima, pues soy un producto de las desoladas tierras bajas del norte de Europa, donde hay tormentas de hielo, lluvia al sesgo y cielos de nubes tumultuosas que avanzan sin cesar hacia el este. Llevé mi taza humeante hasta el rincón donde desayuno, y con esfuerzo me coloqué entre el asiento y la mesa. El jardín empapado, revuelto y reluciente, tenía el aire avergonzado de alguien que se arregla la ropa tras una disputa indecorosa. Habría bruma en la bahía durante media mañana, hasta que el sol fuera lo bastante fuerte como para disiparla, como dirían los partes del tiempo. Me gusta la palabra disipar, esa seguridad de que no va a quedar nada. En la costa hay que ponerse del lado de los elementos; incluso los no infrecuentes terremotos son una especie de gran broma comunitaria. Los primeros meses después de mudarme a esta casa me encantaba sentarme así por la mañana, mirando mi aguacate, mi melocotonero, los pájaros que cantaban y revoloteaban por ese arbusto que creo que se llama hibisco, mientras escuchaba en un estado de cosquilleante dicha las noticias de la radio de primera hora de la mañana, impaciente por que llegaran al final, momento en el que el locutor, de voz risiblemente solemne, me informaría de lo que me esperaba ese día, de las temperaturas máximas y mínimas —nunca demasiado altas, nunca demasiado bajas—, las brisas pacíficas y suaves como alientos, el espejismo de la persistente niebla. Era como si te prometieran una sucesión de placeres abundantes y totalmente inmerecidos.

Fui al cuarto de baño, y cuando regresé, afeitado de cualquier manera y poniéndome la corbata, esta vez Magda estaba allí, con su vieja bata gris de cordón deshilachado, sentada en el mismo lugar que yo acababa de ocupar. Parecía sólida como una butaca, las manos planas sobre los muslos y un metro de franela extendido entre sus rodillas separadas, y mi corazón dio un golpe de refilón y por un momento temí caerme. Así es como mejor la recuerdo en esa casa, plantada en la neurálgica luz de primera hora de la mañana, el pelo como hierro con una severa raya en medio, y las pesadas trenzas enroscadas en la cabeza como dos auriculares desmesurados, desnudos los pies callosos, la mirada ensimismada del que nada espera, fija, pasándome de largo. Hoy tenía la cara un poco desviada, en el ángulo característico de cuando estaba muy atenta. Parecía que, si yo esperaba lo suficiente, me fuera a hablar. Pero entonces parpadeé y ella desapareció, y mi corazón recuperó malhumorado su ritmo habitual y enfermo. ¿Por qué no podía dejarme en paz? Ella quería irse, estaba seguro de eso, ¿por qué seguía viniendo entonces? Mi taza de café se hallaba en el lugar en que ella había aparecido, de ella aún se elevaba una columna de humo; se asemejaba al cañón humeante de un arma.

Turbado, me dirigí a la pieza a la que, no sé por qué, daba el nombre de salón. Era la habitación más oscura de la casa; siempre había que tener una luz encendida, día y noche. Quizás era ese el motivo por el que la gente no parecía muy dispuesta a quedarse en ese cuarto, a pesar del sofá y las butacas y las estanterías atractivamente desordenadas. ¿Gente? ¿Qué estoy diciendo? Allí no había nadie, aparte de mí, y de Magda. No fomentábamos las visitas; no éramos sociables; apenas conocíamos los nombres de los vecinos más cercanos; así había querido yo que fueran las cosas, y Magda había aceptado de buena gana, o al menos eso creo. Me senté en el sofá, crapuloso, cansado, con un ruido viscoso, con una repentina y amable autocompasión. Nunca siento de manera más aguda la melancolía y los peligros de mi vida como a primera hora de la mañana, la hora en que debería rebosar de renovada esperanza y vigor. Por un momento vaciló mi resolución; ¿por qué iba a emprender ese viaje, qué esperaba conseguir? Me abracé con una mano la parte inferior del muslo de mi pierna renga y la deposité encima de una de las mesitas, por lo que la bombilla de la lámpara pegó un brinco y parpadeó. ¿Y qué otra elección tenía sino ir?

En la sala había una sola ventana, grande y alargada, que daba a una estrecha calleja y al lateral de la casa de al lado. Ahora el día señoreaba las calles, y la ventana era un gran rectángulo de luz lienta surcada de sombras añiles en diagonal; contra la oscuridad en la que yo estaba sentado puede que hubiera un cuadro, de colores chillones y plano, como una primitiva representación de una escena tropical. Para mis adentros comenté lo insistente que era la luz en esa parte del mundo, un brillo mate, invariable y sereno, que llenaba cada centímetro cuadrado del día de un gas brillante e incoloro que al parecer no se originaba en el cielo, sino que era emitido por las mismísimas cosas sobre las que caía, los edificios blancos como terrones de azúcar, los coches color pastel, los árboles bruñidos y verdinegros que flanqueaban cada calle, como guardianes soñadores. También observé, de manera más inmediata, el polvo que había en la habitación. Desde que Magda se fue yo no había hecho ningún esfuerzo por limpiar el lugar; ni siquiera estaba seguro de dónde estaban los enseres de limpieza, aunque probablemente había una escoba, una fregona, un cubo… Había tenido la impresión de que Magda tenía una mujer de la limpieza que venía cuando yo no estaba, pero aunque estuve esperando varias mañanas seguidas, nadie apareció. Quizá solo me imaginé a la negra y lustrosa Jemima, con aquellos ojos que le daban vueltas en las órbitas, su formidable pecho y el pañuelo para la cabeza de algodón blanco, atado en un moño. Así pues, ¿hacía Magda todas las tareas de limpieza? No sé por qué debería sorprenderme esta posibilidad, pero así es. Ahora que se había ido, el polvo lo cubría todo con descaro, un pelaje delicado, suave, color topo, surcado por un laberinto de senderos que señalaban las pautas de mi existencia de viudo en la casa: de la puerta al vestíbulo, de la cocina a la mesa, del baño al dormitorio. Los márgenes de mi vida desaparecían, desmoronándose en esa gris penumbra de suave polvo.

¿Viudo o enviudado? ¿Existe esa palabra? A veces incluso el lenguaje me pone la zancadilla para que tropiece.

Durante sus últimos años de vida, fue un misterio para mí cómo pasaba el tiempo Magda cuando yo no estaba en casa, y cada vez más procuraba estar fuera. La respuesta no podían ser tan solo las tareas domésticas, ni siquiera para una persona tan concienzuda y de movimientos tan lentos como ella. Siempre que le preguntaba qué había hecho durante el día, ponía una expresión acorralada, me ocultaba la cara en un ángulo de tres cuartos y dejaba caer un hombro, por lo que tenía la impresión de que me acechaba un rumiante grande y cauteloso. Su actitud retraída siempre me irritaba, aunque no se me ocurría qué decir para protestar, y me conformaba con darle mi sonrisa más acerada, de labios descoloridos, inhalando ruidosamente por la nariz con un susurro de reptil que la amedrentaba. Después de esos diálogos me resultaba gratificante que ella se paseara por la casa toda la noche emitiendo unos leves suspiros atribulados, o se estuviera muy callada, como si esperara ansiosa a que se aplacara mi ira. Cuando estábamos con otras personas, en una de esas inevitables fiestas o recepciones universitarias, no podía resistir la tentación de hacer mordaces comentarios acerca de ella cuando no podía oírme, invitando a aquellos que habían sido lo bastante insensatos para unirse a nuestra conversación a compartir mi burla hacia su presencia fuera de lugar, mal vestida, muda. El que yo hiciera brillar mi ingenio a sus expensas fue, al menos en parte, lo que la convirtió en objeto de mofa general; a través de los años he oído cómo se referían a ella con nombres tan diversos como «Vander’s Mädchen» y «Mutter Vander», y misteriosamente, «la Vieja Eva». Magda no parecía tomarse a mal esas insignificantes y públicas crueldades a las que la sometía, e incluso sonreía un poco, de manera tímida, como orgullosa de lo atroz que podía ser mi conducta, y sus ojos grandes, como botones negros, brillaban, y su labio superior sobresalía rollizo. Y, como es de suponer, esa alegre tolerancia me enfurecía aún más, y quería abofetearla mientras estaba allí, en medio de toda aquella gente, con sus zapatos anchos y planos, con un vaso en la mano que se olvidaba de sorber, satisfecha de hallarse aislada en las insondables profundidades de su ser, mi lenta, voluminosa y enigmática compañera, a la que durante la mayor parte de los cuarenta años que pasamos juntos debí de amar, o de lo contrario la habría dejado.

Me levanté del sofá y regresé al dormitorio, donde me sobresaltó descubrir que ya había hecho una maleta. Debí de hacerla a primera hora de la mañana, cuando estaba borracho. No me acordaba. Recordé haber llamado a la compañía aérea, y mi sorpresa ante el hecho de que no me respondiera una máquina, sino una voz humana totalmente despierta y jovial hasta lo irritante —no puedo adaptarme a la creciente diurnidad del mundo—, pero después de eso solo me venía el vacío borroso y un tanto zumbante del sueño ebrio. A lo mejor no era solo el bourbon, me dije; a lo mejor es que se me iba la cabeza. ¿Cómo podía detectarse la intrusión de la senilidad, cuando lo que ataca es la propia facultad de detectar algo? ¿Habría intervalos en los que la cosa remitiría, destellos de terrible claridad en medio del farfullar sin sentido, momentos de tembloroso reconocimiento ante el espejo, en los que contemplarías con unos ojos llenos de horror la pechera de la camisa babeada, la bragueta manchada de meado? Probablemente no; probablemente entraría en la senilidad sin darme cuenta de nada. La aparición de la extrema vejez, tal como yo la experimento, es un proceso gradual de acumulación, como cuando se posa lentamente algo suave y gris, como el polvo de una casa desatendida, bajo el cual se vuelven borrosos los perfiles antaño nítidos de mi ser. También existe un proceso opuesto, mediante el cual las cosas se vuelven rígidas e inamovibles: mis heces se convierten en lingotes de hierro caliente, mis articulaciones se secan hasta chirriar una con otra como piedra pómez, dejando mis uñas de los pies duras como un asta. Las cosas del mundo, los objetos supuestamente inanimados, se unen en una conspiración contra mí. Lo dejo todo donde no toca, lo pierdo: mis gafas, el libro que estaba leyendo hace un momento, la cajita de plata para las pastillas de mamá Vander —aquí está de nuevo ese bibelot— que conservé como talismán durante más de medio siglo pero que ahora parece haber desaparecido, extraviada en una grieta del tiempo. Caen sobre mí los objetos de las estanterías superiores, los muebles se plantan en mi camino. Me corto repetidamente, con la navaja de afeitar, el cuchillo de la fruta, las tijeras; al menos una vez por semana acabo encorvado sobre el lavamanos, quitándole el envoltorio con los dientes a una tirita mientras la sangre de un dedo cortado gotea con estremecedora vulgaridad sobre la porcelana. ¿No son estos contratiempos de un orden diferente de los anteriores? Nunca fui una persona habilidosa, ni siquiera en los años más vigorosos de la juventud, pero me pregunto si mi torpeza podría ser ahora algo nuevo, no simplemente una incapacidad manual, sino una forma radical de discontinuidad, la manifestación exterior de lapsus y oclusiones definitivas que ocurren en las profundidades del cerebro. Las cosas más nimias son siempre la advertencia más fiable, solo con que uno les preste atención. El primer indicio que advertí de la enfermedad de Magda fue su repentina afición a la comida infantil de todo tipo, palomitas de maíz, patatas fritas, barras de caramelo, sidral, chupa-chups.

En la calle rebuznó la bocina de un coche; para mí el sonido de la bocina de coche es la llamada más característica de esta gran república: estridente, perentoria, con un trasfondo de burla. Agarré mi maleta y mi bastón y me dirigí hacia la puerta dando bandazos, como un condenado a muchos años de cárcel que ha oído cómo se abrían los cerrojos de golpe.

El taxista era una caricatura de inmigrante del este, hosco y taciturno, un ruso, probablemente, pues parece haber muchos en estos días de reciente liberación. Me cogió la maleta a regañadientes y bajó con dificultades las escaleras del porche. Hay veces en que toda esta franja de costa parece un plató de cine y todos sus habitantes actores de reparto. En la calle, los exuberantes árboles brillaban al sol, y en todos los jardines se veían flores de vivos colores, e incluso ahora, a esta hora tan temprana de plena primavera, el aire se notaba húmedo, gastado, otro efecto de la falta general de clima, y no había viento, y sí esa polución que ni siquiera las lluvias del amanecer pueden disipar completamente. El taxista no me abrió la puerta, y me costó meterme en el vehículo de techo bajo, lanzando primero mi bastón y a continuación girando y doblando el torso por la mitad y lanzándome hacia atrás a través de la puerta sobre el asiento y agarrándome la pierna inútil con las dos manos e introduciéndola después de mí. Resulta difícil ser garboso cuando eres medio cojo. A lo largo de mis esforzadas maniobras, el ruso permaneció sentado delante, como un hombre de piedra, mirando impasible hacia el frente, las orejas peludas, los gruesos hombros encorvados. Acto seguido levantó una palanca en alguna parte —nunca aprendí a conducir esos enormes y aterradores coches del país—, pisó el acelerador, el motor rugió y el taxi salió lanzado hacia delante como un animal degollado. Me volví y espié a uno de mis vecinos, de pie en el porche, vestido con camiseta de malla y pantalón corto, que observaba cómo me iba con lo que me pareció una expresión de sospecha confirmada, como si tan solo esperara a que el taxi doblara la esquina antes de correr al teléfono y llamar a las autoridades para informarles de que el pájaro sospechoso de la casa de al lado se había dado el piro. Es uno de esos indígenas, tipos altos y enjutos de rizos entrecanos y bigote caído de bandolero. En las dos décadas o más que vivió junto a nosotros no intercambié más que un puñado de saludos comedidamente corteses con él, aunque en una ocasión vino a casa para quejarse de un perro callejero que Magda había acogido; me libré del perro, por supuesto. En aquel momento se me ocurrió, por primera vez, que el individuo podía ser hebreo. Me pareció probable: esos tirabuzones, esa nariz. La mitad de la población de Arcadia y sus alrededores parecen pertenecer al Pueblo Elegido, aunque no del tipo al que yo estaba acostumbrado; esos Luftmenschen estaban todos demasiado seguros de sí mismos, eran demasiado prepotentes y nunca se quejaban.

Llegamos a la costa y giramos en dirección al puente. Antes había estado en lo cierto, aún había bruma en la bahía, aunque el sol era cada vez más fuerte. La autopista estaba congestionada por el tráfico de la mañana, seis carriles a toda velocidad como una manada de animales enloquecidos. Me apreté la cara con las manos. Estaba cansado; mi mente estaba cansada; se está gastando, al igual que el resto de mí, aunque no tan deprisa. Y sin embargo, no puedo dejar de trabajar, ni por un instante, ni cuando duermo; nunca consigo aceptar ese hecho aterrador. Una y otra vez, sobre todo de noche, me planteo la espantosa posibilidad de que la mente pueda sobrevivir a la muerte del cuerpo. Dicen que se oyó a la cabeza decapitada de Danton imprecar a Robespierre. Quedar atrapado así, aunque solo sea por un minuto, sentir cómo el sistema se desconecta, ver la luz que por fin se apaga…, ¡ah! El taxi tomó una rampa de la carretera con un topetazo y emprendió la larga subida del puente, alcanzando a duras penas los noventa por hora, los neumáticos chirriando y el motor traqueteando como un aparato de aire acondicionado defectuoso. Eché la cabeza hacia atrás sobre el plástico pringoso del asiento y volví a cerrar los ojos. En la oscuridad fluían las preguntas de siempre. ¿Qué sé? Ahora menos que ayer. El tiempo y la edad no me han traído sabiduría, como se supone, sino confusión y una incomprensión cada vez más generalizada, donde cada año se deposita otra capa de nesciencia. ¿Qué sé? Cuando abrí los párpados habíamos llegado a la primera cresta del puente, y la ciudad quedaba ante nuestros ojos, recorriendo con calma la línea de bajas colinas, y a esa hora tan temprana los edificios se alzaban planos y sin rasgos como un telón de foro. Un diminuto avión estaba posado sobre la nube de polución azul petróleo. En todo el tiempo que viví allí jamás estuve en el otro puente, el famoso, el de color óxido; no sé de cierto adónde va ni de dónde viene. ¿Qué me importa a mí la simple topografía? La topografía de la mente, en cambio, eso es otra cosa… La topografía de la mente… ¿De verdad digo estas cosas en voz alta, para que la gente las oiga?

Un coche blanco y destartalado, conducido por un delicado joven de color, viró repentinamente y se metió en nuestro carril, delante de nosotros, y el ruso pisó con fuerza el freno; el taxi gruñó e hizo un giro peligroso; me vi lanzado hacia delante y me golpeé la rodilla buena en algo duro que había en la parte de atrás del asiento delantero y me hice daño. Un accidente de tráfico, esa quintaesencia del espectáculo de la carretera americana, fue siempre uno de mis peores terrores, el intolerable absurdo de todo ese ruido, calor, vapor que susurra, dolor. El ruso comenzó a disputarle la posición al negro, y por fin, con un tremendo giro de volante se metió en el carril de la izquierda, adelantó al coche blanco, abrió la ventanilla automática del lado del copiloto y soltó una maldición cosaca polisilábica. El chaval de color, que tenía un escuálido brazo posado sobre la portezuela, mientras sus dedos largos y delicados tamborileaban al ritmo de la música que tronaba de la radio de su coche, se volvió y nos ofreció una amplia sonrisa, mostrando una boca increíblemente enorme, unos dientes increíblemente blancos, a continuación carraspeó profundamente y escupió un fibroso gargajo verde que aterrizó con un sonido seco en la esquina de la ventanilla de atrás, junto a mi cara, y me dio tanto asco que me hizo retroceder de un salto. El chaval echó hacia atrás su cabeza egipcia y emitió una carcajada-rebuzno que vi pero no pude oír por culpa del rugido del tráfico y el estruendo de la radio, y salió disparado alegremente hacia delante en medio de una negra ráfaga de humo del tubo de escape. El ruso pronunció de manera brutal algunas palabras que casi preferí no comprender.

Desde el puente, tomando una salida que nunca había visto, descendimos bruscamente hacia un páramo de gasolineras, moteles baratos y matorrales ocres que me era desconocido. Me pregunté si el ruso sabía el camino del aeropuerto; no sería la primera vez que uno de esos coléricos exiliados moscovitas me llevaba a un destino equivocado. Contemplé el desolado paisaje, con sus sombras inclinadas pasando a toda prisa, y de nuevo me sorprendió lo extraño que resultaba estar allí, estar en cualquier parte, en compañía de todas esas engañosas singularidades. El ruso era el ruso de brazos largos y orejas hirsutas; el chaval negro era el chaval negro que nos había escupido y que iba ataviado con una camiseta desgarrada; yo era el yo que iba de camino al aeropuerto, y desde ahí a otro mundo más antiguo. ¿Acaso somos, cualquiera de nosotros, algo más que la suma de nuestros atributos, incluso para nosotros mismos? ¿Era yo algo más que un complejo en movimiento de impulsos, miedos, fantasías azarosas? Pasé la mayor parte de lo que supongo debería llamar mi carrera repitiendo de manera machacona, a quienes quisieran escuchar de entre la turba general de intransigentes sentimentales que me rodeaban, la sencilla lección de que el yo no existe: no hay ego, ningún barbado patriarca del cielo nos ha insuflado una sublime chispa individual, pues ese patriarca tampoco existe. Y sin embargo… A pesar de mi insistencia, y para mi vergüenza, admito que ni siquiera yo puedo librarme del todo de la convicción de que existe una perdurable identidad entre el maremágnum del mundo, un núcleo, una semilla inmune a cualquier galerna que pueda arrancar las hojas del almendro y sacudir y oscilar las ramas que lo nutren.

Ahí está el aeropuerto, en medio del resplandor astillado de la mañana, los nerviosos pasajeros arrastran sus maletas; los taxistas, como perros en remolino, oliscan la parte de atrás del que va delante; el negro de la gorra con visera sonríe y dice: «¡Buenos días, señor!» con una alegría inmensa, falsa y enfática. Le pagué el importe al ruso —¡el bruto sonrió!—, cogí mi maleta, saqué las ruedecitas de mi bastón y avancé con mi andar de barquero hasta toparme con una espectral versión de mí mismo en las puertas de cristal ahumado del vestíbulo de salidas, que en el último instante, justo cuando parecía que yo y mi reflejo íbamos a chocar y aniquilarnos mutuamente, se lo pensaron dos veces y se abrieron ante mí con una cálida exclamación.

¡Vuela! ¡Vuela!

Ella colocó los dos frágiles recortes de periódico sobre la mesita iluminada por la lamparilla que había junto a la cama, se sentó sobre los talones y los estudió durante unos momentos, las manos planas sobre el borde de la mesa y la barbilla apoyada en las manos, primero la crónica de la muerte de él, ocurrida mucho tiempo atrás, luego las fotografías en las que aparecían él y el otro, descoloridas por el tiempo. Cada vez que ella respiraba empañaba fugazmente el cristal de la mesa y se agitaban los fragmentos del papel color sepia. Eran quebradizos y ligeros como alas de mariposa. Ella sintió el azote de la culpa; los había recortado con unas tijeras para las uñas, inclinada sobre el archivador de periódicos, con la esperanza de que el bibliotecario viera lo que estaba haciendo, se le acercara y la reprendiera con una indignación gutural en un idioma del que no entendía una palabra. Se asombró de nuevo ante la errata que había en el pie de foto —Axel Vanden—, lo inexplicablemente idónea que era. Qué joven se le veía, no sería más que un muchacho, muy guapo, pero con una expresión tan asustada; quizá no se debía más que al flash de la cámara, que le había asustado, aunque ella no podía dejar de observar miedo y aprensión en esos ojos. El otro, el que estaba junto a él, exhibía una sonrisa insolente, aunque también de burla hacia sí mismo. Ella cogió delicadamente con los dedos los dos rectángulos de papel de arroz, que había recortado para que coincidieran exactamente, y los colocó sobre los dos recortes, primero la crónica de la muerte de él, a continuación las fotografías. La pluma estilográfica que ella había comprado era de diseño antiguo, gruesa en el medio y ahusada en el extremo; le había costado una suma desorbitada. En el interior no había la perilla de goma que había esperado encontrar —la imitación de pluma antigua se limitaba al exterior—, sino un rígido cartucho de plástico. Era mejor así: de haber habido una perilla tendría que haberla quitado, por miedo a que se saliera la tinta, o reventara, pero podía dejar dentro el cartucho, era seguro, y lo bastante ancho como para dar cabida a lo que pretendía colocar dentro del hueco del mango. De este modo la pluma también funcionaría, y eso le convenía; la verosimilitud se halla en los detalles, esa era la lección que había aprendido sobre las rodillas de un maestro. A continuación acercó los recortes de periódico al borde delantero de la mesa, y meticulosamente, sin atreverse a respirar, los enrolló dentro del cargador de tinta, primero uno, luego el otro, boca abajo, recubiertos por la protección del papel de arroz entre ellos, y los aseguró con un lazo de un finísimo hilo que se había arrancado del dobladillo de la blusa. Hacer el nudo fue difícil, pues los recortes y el papel de arroz se desenrollaban cada vez, y necesitó tres intentos antes de lograrlo. También fue muy concienzuda al enroscar el mango de la pluma; en uno de los giros enganchó un poco los hilos y emitió un crujido, y ella tuvo la sensación de que algo blando y cálido le daba una sacudida en la boca del estómago. Pero ya estaba hecho. Al apoyar la rolliza pluma en los dedos le pareció una pistola cargada. Para probarla escribió su nombre con una floritura sobre el bloc que había junto a la cama; el plumín era demasiado fino para su gusto. Volvió a enroscar el capuchón, se metió la pluma en el bolsillo de la blusa y se dirigió al guardarropa, donde se colocó delante del espejo y permaneció mirándose un buen rato. Su reflejo siempre la fascinaba, y también la asustaba, esa ineludible persona ahí de pie, tan conocida, que tantas cosas conocía, y tan extraña.

Aquella noche las voces de su cabeza estaban en silencio.

Ya no había nada más que hacer; había acabado todos los preparativos posibles. A Axel Vander, que vivía al otro lado del mundo, ya le habría llegado su carta, eso le habían asegurado en correos. Ella había solicitado el servicio postal más rápido; para su consternación, había tenido que gastarse una importante cantidad de su provisión de billetes, cada vez más escasos. Se acercó a la ventana, se inclinó junto a ella y miró hacia la noche. En la plaza había charcos de lluvia, relucientes y negros como petróleo, y una hilera de árboles, plátanos, imaginó, que proyectaban sombras oblongas e irregulares sobre la acera. Oyó un organillo tocando en alguna parte, con una alegría mecánica y siniestra —¿un organillo a esa hora de la noche?—, y le llegó un tenue y empalagoso olor de lo que tardó un momento en identificar como vainilla. A ella le gustaba estar allí, en aquella ciudad que casi no conocía, su aislamiento. Estaba segura de que él acudiría. Quizás mañana mismo. A lo mejor ya estaba en camino. Se lo imaginó, intentó imaginárselo, yendo a toda prisa al aeropuerto, aturullado e irascible, golpeando con el puño el mostrador de la compañía y voceando su nombre, exigiendo atención, insistiendo en que debían darle una plaza en el siguiente vuelo; era famoso por la violencia de su carácter. La recorrió un temblor de excitación. La única cara que conocía de él era la del recorte de periódico, con su sonrisa juvenil. Sería una persona colérica, quizás también asustada; a lo mejor le ofrecía dinero; a lo mejor incluso la amenazaba. Pero ella no tenía miedo. La perspectiva de enfrentarse a la rabia de él, a sus amenazas, no la alarmaba; por el contrario, la llenaba de calma, como si estuviera volando, como suspendida en el aire firme, inalcanzable, fuera de todo peligro. ¿Qué quería de él? No lo sabía. Había algo que desear, desde luego, lo sentía en su fuero interno, como una angustia vaga y no desagradable; era la sensación, imaginaba, de quien acaba de quedarse embarazada. Tenía en sus manos el destino de aquel hombre; le había descubierto. Sí, vendría, de eso estaba segura.